miércoles, 17 de diciembre de 2014

Capítulo 10

10
ROTO


No le tomó mucho tiempo a Cami averiguar que yo no era buena compañía. Sostuvo las próximas cervezas mientras me sentaba en mi silla habitual en el bar The Red. Las luces de colores se perseguían unas a otras por la sala, y la música era casi lo suficientemente fuerte como para ahogar mis pensamientos.

Mi paquete de Marlboro Reds casi había desaparecido, pero esa no era la razón de la sensación de pesadez en mi pecho. Unas pocas chicas habían ido y venido, tratando de entablar conversación, pero no pude levantar mi línea de visión desde el cigarrillo medio quemado posado entre dos de mis dedos. La ceniza era tan larga que era sólo cuestión de tiempo hasta que se desvaneciera, así que solamente miré las brasas que quedaban, parpadeando contra el papel, tratando de mantener mi mente alejada de la sensación de hundimiento que la música no podía ahogar.

Cuando la multitud en el bar disminuyó y Cami no se movía a mil kilómetros por hora, dejó un vaso vacío delante de mí y luego lo llenó hasta el borde con Jim Beam. Lo agarré, pero cubrió mi pulsera negra de cuero con sus dedos tatuados que deletreaban baby doll cuando mantenía sus puños juntos.

—Está bien, Pit. Cuéntame.

—¿Qué? —pregunté, haciendo un débil intento de alejarme.

Negó con la cabeza. —¿La chica?

El vaso tocó mis labios e incliné la cabeza hacia atrás, dejando que el líquido quemara mi garganta. —¿Qué chica?

Cami puso los ojos en blanco. —¿Qué chica? ¿En serio? ¿Con quién crees que estás hablando?

—Está bien, está bien. Es Pigeon.

—¿Pigeon? Estás bromeando.

Me reí una vez. —Lali. Ella es una paloma. Una paloma demoníaca que me jode tanto la cabeza que no puedo pensar con claridad. Ya nada tiene sentido, Cami. Cada regla que he hecho se ha roto una por una. Soy un blandengue. No... peor. Soy Nico.

Cami se rió. —Sé amable.

—Tienes razón. Nicolás es un buen tipo.

—Sé amable contigo mismo, también —dijo, lanzando un trapo sobre la mesa y pasándolo en círculos—. Enamorarte no es un pecado, Pit, Jesús.

Miré a mí alrededor. —Estoy confundido. ¿Estás hablando conmigo o con Jesús?

—Lo digo en serio. Así que tienes sentimientos por ella. ¿Y qué?

—Me odia.

—Nah.

—No, la he oído esta noche. Por accidente. Piensa que soy una basura.

—¿Ella dijo eso?

—Más o menos.

—Bueno, más o menos lo eres.

Fruncí el ceño. —Muchas gracias.

Extendió las manos, con los codos sobre la barra. —En base a tu comportamiento en el pasado, ¿no estás de acuerdo? Mi punto es... tal vez por ella, no lo serías. Tal vez por ella podrías ser un hombre mejor. —Sirvió otro trago y no le di la oportunidad de detenerme antes de tragarlo.

—Tienes razón. He sido un cabrón. ¿Puedo cambiar? Joder, no lo sé.

Probablemente no lo suficiente como para merecerla. Cami se encogió de hombros, tapando la botella y colocándola en su lugar.

—Creo que deberías dejar que ella juzgue eso.

Encendí un cigarrillo, tomé una respiración profunda, y agregué más bocanadas de humo a la habitación ya turbia. —Tráeme otra cerveza.

—Pit, creo que ya has tenido suficiente.

—Cami, sólo hazlo, maldita sea.

***

Me desperté con el sol de la tarde brillando a través de las persianas, pero bien podría haber sido del mediodía en medio de un desierto de arena blanca. Mis párpados se cerraron al instante, rechazando la luz.

Una combinación de aliento mañanero, productos químicos y líquidos repugnantes se encontraban atrapados en el interior de mi boca seca. Odiaba la inevitable boca seca que se producía después de una dura noche de beber.

Mi mente inmediatamente buscó los recuerdos de anoche, pero me quedé sin nada. Algún tipo de fiesta, era un hecho, pero dónde o con quién era un completo misterio.

Miré a mi izquierda, viendo las sábanas deshechas. Lali ya se había levantado. Mis pies descalzos se sentían raros contra el suelo mientras caminaba por el pasillo y encontré a Lali dormida en el sillón. La confusión me hizo detenerme, y luego el pánico se estableció. Mi cerebro se derramó a través del alcohol que aún abrumaba mis pensamientos. ¿Por qué no durmió en la cama?  ¿Qué había hecho yo para hacerla dormir en el sillón? Mi corazón comenzó a latir rápidamente, y luego los vi: dos envoltorios de preservativos vacíos.

Joder. ¡Joder! La noche anterior regresó a mí en oleadas: bebiendo de más, esas chicas que no se fueron cuando se los dije, y finalmente mi oferta para mostrarles a ambas un buen momento, al mismo tiempo, y su apoyo entusiasta ante la idea.

Mis manos volaron hacia mi cara. Las había traído hasta aquí. Follado aquí. Lali probablemente había oído todo. Oh, Dios. No podría haberlo jodido de peor manera. Esto iba más allá de lo malo. Tan pronto como se despertara, empacaría su mierda y se iría.

Me senté en el sofá, con las manos todavía ahuecadas sobre la boca y la nariz, y la miré dormir. Tenía que arreglar esto. ¿Qué podría hacer para solucionar esto?

Una idea estúpida tras otra apareció a través de mi mente. El tiempo se estaba acabando. Tan silenciosamente como pude, corrí a la habitación y me cambié de ropa, luego me escabullí en la habitación de Nicolás.

Eugenia se movió y la cabeza de Nicolás apareció. —¿Qué estás haciendo, Pit? —susurró.

—Tengo que pedirte prestado el coche. Sólo por un segundo. Tengo que ir a recoger algunas cosas.

—Está bien... —dijo, confundido.

Sus llaves tintinearon cuando las saqué de su armario, y luego me detuve.
—Hazme un favor. Si se despierta antes de que yo vuelva, mantenla aquí, ¿de acuerdo?

Nicolás respiró hondo. —Lo intentaré, Peter, pero hombre... anoche fue...

—Fue malo, ¿no?

La boca de Nicolás se inclinó hacia un lado. —No creo que se quede, primo, lo siento.

Asentí. —Sólo inténtalo.

Una última mirada al rostro dormido de Lali antes de salir del apartamento me impulsó a moverme más rápido. El Charger apenas podía mantenerse al día con la velocidad a la que yo quería ir. Una luz roja me atrapó justo antes de llegar al mercado y grité, golpeando el volante.

—¡Maldita sea! ¡Cámbiate!

Unos segundos más tarde, la luz parpadeó de rojo a verde, y los neumáticos giraron un par de veces antes de ganar velocidad.
Corrí a la tienda desde el aparcamiento, totalmente consciente de que me veía como un loco mientras sacaba el carrito de compras del resto. Un pasillo tras otro, tomé las cosas que pensé que le gustarían, recordando su alimentación o incluso hablar sobre ello. Una cosa esponjosa de color rosa colgaba en una línea fuera de uno de los estantes y terminó en mi carrito, también.

Una disculpa no iba a hacer que se quedara, pero tal vez lo haría un gesto. Tal vez vería cuánto lo sentía. Me detuve a pocos metros de la caja registradora, sintiendo desesperanza. Nada iba a funcionar.

—¿Señor? ¿Está listo?

Negué con la cabeza, abatido. —No... No lo sé.

La mujer me miró por un momento, empujando las manos en los bolsillos de su delantal blanco y amarillo a rayas. —¿Puedo ayudarle en algo?

Empujé el carrito a su caja sin responder, viéndola mirar todos los alimentos favoritos de Lali. Ésta era la idea más estúpida de la historia de las ideas, y la única mujer viva que me importaba iba a reírse de mí, mientras empacaba.

—Son ochenta y cuatro dólares con setenta y siete centavos.

Una rápida pasada a mi tarjeta de débito y las bolsas estaban en mis manos.

Salí corriendo hacia el estacionamiento, y en pocos segundos el Charger consiguió hacer volar las telarañas fuera de su tubo de escape todo el camino de regreso al apartamento.

Tomé dos pasos a la vez y entré. Las cabezas de Eugenia y Nicolás eran visibles por encima del sofá. La televisión estaba encendida, pero en silencio.

Gracias a Dios. Ella todavía dormía. Las bolsas se estrellaron contra el mostrador cuando las solté y traté de no dejar que los gabinetes hicieran demasiado ruido mientras guardaba las cosas.
—Cuando Pidge se despierte, háganmelo saber, ¿sí? —Pedí en voz baja—. Traje espaguetis, mezcla para panqueques y fresas, y esa avena de mierda con los paquetes de chocolates, y a ella le gusta el cereal de Fruity Pebbles, ¿verdad, Euge?—pregunté, dándome la vuelta. Lali estaba despierta, mirándome desde la silla.

Su rímel estaba corrido bajo sus ojos. Se veía tan mal como yo me sentía—. Hola, Pigeon.

Me miró durante unos segundos con una mirada en blanco. Di unos pasos hacia la sala, más nervioso que la noche de mi primera pelea.

—¿Tienes hambre, Pidge? Voy a hacerte algunos panqueques. O hay uh… hay avena. Y he conseguido alguna de esa mierda espumosa rosa con la que las chicas se afeitan y un secador de pelo y… a… un momento, está aquí. —Agarré una de las bolsas y la llevé a la habitación, vaciándola sobre la cama.

Mientras buscaba esa cosa rosa que pensé que le gustaría, el equipaje de Lali, lleno, cerrado y esperando junto a la puerta, me llamó la atención. Mi estómago dio un vuelco y mi boca quedó seca otra vez. Caminé por el pasillo, tratando de mantenerme tranquilo.

—Tus cosas están empacadas.

—Lo sé —dijo.

Un dolor físico quemó a través de mi pecho. —Te vas.

Lali miró a Eugenia, que se quedó mirándome como si quisiera matarme.

—¿Realmente esperabas que ella permaneciera aquí?

—Bebé —susurró Nicolás.

—No me provoques, Nico. No te atrevas a defenderlo delante de mí —explotó Eugeniaa.

Tragué saliva con fuerza. —Lo siento tanto, Pidge. Ni siquiera sé qué decir.

—Vamos, Lali —dijo Eugenia. Se puso de pie y tiró de su brazo, pero Lali se quedó sentada.

Di un paso, pero Eugenia me apuntó con el dedo. —¡Qué Dios me ayude, Peter! ¡Si intentas detenerla, te empaparé en gasolina y te prenderé fuego mientras duermes!

—Eugenia —rogó Nicolás. Esto se iba a poner mal muy rápido en todos los sentidos.

—Estoy bien —dijo Lali, abrumada.

—¿A qué te refieres con que estás bien? —preguntó Nicolás.

Lali puso los ojos en blanco e hizo un gesto hacia mí. —Peter trajo a casa mujeres del bar anoche, ¿y qué?

Cerré los ojos, tratando de desviar el dolor. Por mucho que no quería que se fuera, nunca se me había ocurrido que a ella no le importaría una mierda.


Eugenia frunció el ceño. —Uh, Lali. ¿Estás diciendo que estás bien con lo que pasó?

Lali miró alrededor de la habitación. —Peter puede traer a casa a quien quiera. Es su apartamento.

Me tragué el nudo que se formaba en mi garganta. —¿Tú no empacaste tus cosas?

Sacudió la cabeza y miró el reloj. —No, y ahora voy a tener que deshacer todo. Todavía tengo que comer, ducharme y vestirme —dijo, entrando en el baño.

Eugenia lanzó una mirada de muerte en mi dirección, pero no le hice caso y me acerqué a la puerta del baño, golpeando ligeramente. —¿Pidge?

—¿Sí? —dijo, con voz débil.

—¿Te vas a quedar? —Cerré mis ojos, esperando el castigo.

—Puedo irme si quieres, pero una apuesta es una apuesta.
Mi cabeza cayó contra la puerta. —No quiero que te vayas, pero no te culparía si lo hicieras.

—¿Estás diciendo que estoy liberada de la apuesta?

La respuesta era fácil, pero no quería hacerla quedarse si ella no quería hacerlo. Al mismo tiempo, me aterrorizaba dejarla ir. —Si digo que sí, ¿te irás?

—Bueno, sí. No vivo aquí, tonto —dijo. Una pequeña risa flotó a través de la puerta de madera.

No podría decir si estaba enojada o sólo cansada de pasar la noche en el sillón, pero si era lo primero, no había manera de que pudiera dejarla irse. Nunca la volvería a ver.

—Entonces no, la apuesta sigue en pie.

—¿Puedo tomar una ducha, ahora? —preguntó, su voz suave y apacible.

—Sí...

Eugenia entró pisando fuerte en el pasillo y se detuvo justo frente a mi cara.

—Eres un bastardo egoísta —gruñó, cerrando la puerta de Nicolás detrás de ella.

Entré en el dormitorio, agarré su bata y un par de zapatillas, y luego regresé a la puerta del baño. Aparentemente se quedaría, pero besarle el trasero nunca fue una mala idea.

—¿Pigeon? Traje algunas de tus cosas.

—Sólo ponlas en el lavamanos. Yo me encargo.

Abrí la puerta y puse sus cosas en la esquina del fregadero, mirando al suelo. —Estaba enojado. Te escuché escupirle todo lo que está mal conmigo Eugenia y me enfureció. Sólo quería salir, tomar unas copas y tratar de entender algunas cosas, pero antes que lo supiera, estaba borracho y esas chicas… —Hice una pausa, tratando de evitar que mi voz se rompiera—. Me desperté esta mañana y no estabas en la cama, y cuando te encontré en el sillón reclinable y vi los paquetes en el piso, me sentí enfermo.

—Simplemente podrías haberme preguntado, en lugar de gastar todo ese dinero en el supermercado para sobornarme para que me quedara.

—No me importa el dinero, Pidge. Tenía miedo que te fueras y nunca me hablaras de nuevo.

—No quise herir tus sentimientos —dijo sinceramente.

—Sé que no lo hiciste. Y sé que no importa lo que diga ahora, porque lo jodí todo… como siempre hago.

—¿Pit?

—¿Sí?

—No conduzcas tu moto borracho, ¿está bien?

Quería decir más, disculparme de nuevo y decirle que estaba loco por ella, y estaba literalmente volviéndome loco porque no sabía cómo manejar lo que sentía, pero las palabras no salían. Mis pensamientos sólo podían enfocarse en el hecho de que después de todo lo que había pasado, y todo lo que acababa de decir, lo único que tenía para decirme era un sermón sobre conducir ebrio a casa.

—Sí, está bien —dije, cerrando la puerta.

Pretendí ver la televisión por horas mientras Lali se arreglaba en el baño y en la habitación para la fiesta de la fraternidad, y entonces decidí vestir me antes de que ella necesitara el cuarto.

Una blanca camisa bastante libre de arrugas colgaba en el armario, la agarré y tomé un par de jeans. Me sentí tonto, parado frente al espejo, luchando con el botón en la muñeca de la camisa. Finalmente, me rendí y enrollé cada manga hasta los codos. Eso era más mi estilo, de todos modos.

Caminé hacia el pasillo y me dejé caer en el sofá de nuevo, escuchando la puerta del baño cerrarse y los pies descalzos de Lali golpeando el suelo.

Mi reloj apenas se movió, y por supuesto no había nada en la televisión, excepto audaces rescates de temporales y un comercial sobre el Slap Chop. Estaba nervioso y aburrido. No era una buena combinación para mí.

Cuando mi paciencia se acabó, golpeé la puerta de la habitación.

—Adelante —dijo Lali desde el otro lado de la puerta.

Estaba de pie en medio de la habitación, un par de tacones puestos lado a lado en el suelo frente a ella. Lali siempre lucía hermosa, pero esta noche ni un solo cabello estaba fuera de lugar; se veía como si tuviera que estar en la portada de una de esas revistas de moda que ves en la caja de la tienda de comestibles.

Cada parte de ella tenía loción, era suave, perfectamente pulida. Sólo la visión de ella casi me patea el trasero.
Todo lo que pude hacer fue quedarme ahí, estupefacto, hasta que finalmente me las arreglé para formar una sola palabra.

—Vaya. —Sonrió y miró su vestido. Su dulce sonrisa me devolvió a la realidad—. Te ves increíble —dije, incapaz de quitar mis ojos de ella.

Se inclinó para ponerse un zapato y luego el otro. La tela negra y ceñida se movió ligeramente hacia arriba, exponiendo sólo un centímetro más de sus muslos.

Lali se levantó y me dedicó un gesto de aprobación. —Tú también te ves bien.

Metí las manos en los bolsillos, rehusándome a decir “Debo de estar enamorándome de ti en este preciso momento,” o alguna de las otras estúpidas cosas que bombardeaban mi mente.

Saqué mi codo, y Lali lo tomó, permitiéndome escoltarla por el pasillo hacia la sala.

—Pablo va a mearse encima cuando te vea —dijo Eugenia.
En general, Eugenia era una buena chica, pero estaba descubriendo lo desagradable que podía ser si estaba en su lado malo. Traté de no tropezar con ella mientras caminábamos hasta el Charger de Nicolás, y mantuve la boca cerrada todo el camino hacia la casa de Sig Tau.

En el momento en que Nicolás abrió la puerta del auto, pudimos oír la ruidosa y desagradable música de la casa. Parejas estaban besándose y mezclándose, alumnos de primer año corrían alrededor tratando de mantener el daño del jardín al mínimo, y chicas de la fraternidad caminaban cuidadosamente tomadas de la mano, dando pequeños saltos, tratando de caminar a través del suave césped sin hundir sus tacones de aguja.

Nicolás y yo abrimos el camino, con Eugenia y Lali justo detrás de nosotros. Pateé un vaso de plástico rojo fuera del camino, y después sostuve la puerta abierta. Nuevamente, Lali fue totalmente ajena a mi gesto.

Una pila de vasos rojos se asentaban en el mostrador de la cocina al lado del barril. Llené dos y le llevé uno a Lali. Me incliné hacia su oído. —No tomes nada de nadie que no sea Nico o yo. No quiero que nadie le agregue algo a tu bebida.

Puso los ojos en blanco. —Nadie va a poner nada en mi bebida, Peter.

Obviamente no conocía a mis hermanos de fraternidad. Había oído historias, de nadie en particular. Lo que era algo bueno, porque si alguna vez atrapaba a alguien tirando esa mierda, les daría una paliza sin dudarlo.

—Sólo no aceptes nada que no venga de mí, ¿de acuerdo? Ya no estás en Kansas, Pigeon.

—No había escuchado eso antes —espetó, bebiéndose de golpe la mitad del vaso de cerveza antes de retirar el plástico de su cara. Podía beber, le concedía eso.

Nos paramos en el pasillo de las escaleras, tratando de pretender que todo estaba bien. Algunos de mis hermanos de fraternidad se detuvieron para charlar mientras bajaban por las escaleras, y lo mismo hicieron algunas chicas de fraternidad, pero rápidamente las rechacé, deseando que Lali lo notara. No lo hizo.

—¿Quieres bailar? —pregunté, tirando de su mano.

—No, gracias —respondió. No podía culparla, después de anoche. Tenía suerte de que todavía me hablara. Sus delgados y elegantes dedos tocaron mi hombro—. Estoy cansada, Pit.

Puse mi mano sobre la suya, preparado para disculparme de nuevo, para decirle que me odiaba a mí mismo por lo que había hecho, pero sus ojos se alejaron de los míos hacia alguien detrás de mí.

—¡Hola, Lali! ¡Viniste!

Los pelos de mi nuca se erizaron. Pablo Martínez.

Los ojos de Lali se iluminaron, y retiró su mano de la mía en un rápido movimiento. —Sí, hemos estado aquí desde hace una hora o algo así.

—¡Te ves increíble! —gritó.
Hice una mueca, pero él estaba tan preocupado por Lali que no lo notó.

—¡Gracias! —Ella sonrió.

Se me ocurrió que yo no era el único que podía hacerla sonreír de ese modo, y de repente trabajaba para mantener mi temperamento bajo control.

Pablo asintió hacia la sala y sonrió. —¿Quieres bailar?

—No, estoy un poco cansada.

Una pequeña gota de alivio apagó mi enojo un poco. No era yo; realmente estaba muy cansada para bailar, pero el enojo no tardó mucho en volver. Estaba cansada porque estuvo despierta la mitad de la noche por los ruidos que hacía quienquiera que yo traje a casa, y la otra mitad durmió en el sillón reclinable.

Ahora, Pablo estaba aquí, entrando a lo grande como el caballero de brillante armadura como siempre lo hacía. Rata bastarda.
Pablo me miró, imperturbable por mi expresión. —Pensé que no vendrías.

—Cambié de opinión —dije, tratando de no darle un puñetazo y borrar cuatro años de trabajo de ortodoncia.

—Ya veo —dijo Pablo, mirando a Lali—. ¿Quieres ir a tomar un poco de aire fresco?

Ella asintió, y sentí como si alguien me hubiera golpeado hasta sacarme el aire. Siguió a Pablo por las escaleras. Vi como él se detuvo, tomando su mano mientras subían las escaleras hasta el segundo piso. Cuando llegaron arriba, Pablo abrió las puertas hacia el balcón.

Lali desapareció y cerré mis ojos con fuerza, tratando de bloquear el grito en mi cabeza. Todo en mí decía que debía ir allí arriba y traerla de vuelta. Agarré la barandilla, conteniéndome.

—Te ves enojado —dijo Eugenia, chocando su vaso rojo con el mío.


Mis ojos se abrieron de golpe. —No, ¿por qué?

Hizo una mueca. —No me mientas. ¿Dónde está Lali?

—Arriba. Con Pablo.

—Oh.

—¿Qué se supone que significa eso?

Se encogió de hombros. Sólo había estado ahí poco más de una hora, y ya tenía esa mirada familiar en sus ojos. —Estás celoso.

Cambié mi peso, incómodo con alguien, además de Nicolás, siendo tan directo conmigo. —¿Dónde está Nico?

Eugenia hizo rodar los ojos. —Haciendo sus deberes como estudiante de primer año.

—Por lo menos no tiene que quedarse después y limpiar.

Levantó el vaso hasta su boca y bebió un sorbo. No estaba seguro de cómo podía ya estar casi ebria.

—Entonces, ¿lo estás?

—¿Estoy qué?

—¿Celoso?

Fruncí el ceño. Eugenia generalmente no era tan desagradable. —No.

—Número dos.

—¿Eh?

—Esa es la mentira número dos. —Miré alrededor. Nicolás seguramente me rescataría pronto—. Realmente la jodiste anoche —dijo, sus ojos de pronto limpios.

—Lo sé.

Entrecerró los ojos, mirándome tan intensamente que quise huir. Eugenia Suárez era una pequeña cosa rubia, pero era intimidante como la mierda cuando quería serlo.

—Deberías alejarte, Peter. —Miró arriba, hacia la cima de las escaleras—. Él es lo que ella piensa que quiere.

Mis dientes se apretaron. Ya sabía eso, pero era peor oírlo de Eugenia. Antes de esto, pensé que ella tal vez estaría bien conmigo y Lali, y eso de alguna manera significaba que no era un completo idiota por perseguirla. —Lo sé.

Levantó una ceja. —No creo que lo sepas.

No respondí, tratando de no hacer contacto visual con ella. Tomó mi mentón con su mano, aplastando mis mejillas contra mis dientes.

—¿Lo haces?

Traté de hablar, pero sus dedos ahora aplastaban mis labios juntos. Me eché hacia atrás y aparté su mano. —Probablemente no. No soy exactamente conocido por hacer lo correcto.
Eugenia me miró por unos segundos, y después sonrió. —Está bien, entonces.

—¿Eh?

Me dio una palmada en la mejilla y luego me señaló. —Tú, Mad Dog, eres exactamente de lo que vine a protegerla. Pero, ¿sabes qué? Todos estamos rotos de una manera u otra. Incluso con tu épica metida de pata, podrías ser exactamente lo que necesita. Tienes una oportunidad más —dijo, sosteniendo un dedo a dos centímetros de mí nariz—. Sólo una. No lo arruines… ya sabes… más de lo usual.

Eugenia se alejó y desapareció por el pasillo. Era tan rara.

La fiesta se desarrolló como usualmente lo hacía: Drama, un par de peleas, chicas metiéndose en una pelea, una pareja o dos teniendo una discusión terminando con la chica en lágrimas, y luego estaban los rezagados, ya sea desmayados o vomitando en un área no designada.

Mis ojos viajaron a la parte superior de las escaleras más veces de las que deberían. Incluso cuando las chicas prácticamente me rogaban que las llevara a casa, continué mirando, tratando de no imaginar a Lali y Pablo haciéndolo, o incluso peor, él haciéndola reír.

—Hola, Peter —llamó una aguda y cantarina voz por detrás. No me di vuelta, pero no tomó mucho para que la chica se moviera hasta entrar en mi línea de visión. Se inclinó sobre los postes de madera de la barandilla—. Te ves aburrido. Creo que debería hacerte compañía.

—No estoy aburrido. Puedes irte —dije, comprobando la parte superior de las escaleras de nuevo. Lali se detuvo en el descansillo, su espalda hacia las escaleras.

Rió. —Eres tan divertido.

Lali pasó a mi lado despreocupadamente, hacia donde Eugenia estaba. La seguí, dejando a la chica ebria hablando sola.


—Si quieren pueden adelantarse —dijo Lali con moderado entusiasmo—. Pablo se ofreció para llevarme a casa.

—¿Qué? —dijo Eugenia, sus cansados ojos iluminados como una doble fogata.

—¿Qué? —dije, incapaz de contener mi irritación.

Eugenia se giró. —¿Hay algún problema?

La fulminé con la mirada. Ella sabía exactamente cuál era mi problema. Tomé a Lali por el codo y tiré de ella alrededor de la esquina.

—Ni siquiera lo conoces.

Liberó su mano de mi agarre. —Esto no es de tu incumbencia, Peter.

—Al demonio si no lo es. No dejaré que viajes a casa con un completo extraño. ¿Y si trata de aprovecharse de ti?

—¡Bien! ¡Él es lindo!
No podía creerlo. Realmente estaba cayendo en su juego. —¿Pablo Martínez, Pidge? ¿En serio? Pablo Martínez. ¿Qué clase de nombre es ese, de todos modos?

Se cruzó de brazos y alzó el mentón. —Ya está bien, Pit. Estás comportándote como un idiota.

Me incliné, furioso. —Lo mataré si te toca.

—Me gusta.

Una cosa era asumir que estaba siendo engañada, y otra era escucharla admitirlo. Ella era demasiado buena para mí; maldición, sin duda era demasiado buena para Pablo Martínez. ¿Por qué se comportaba de forma frívola por ese idiota?

Mi rostro se tensó en reacción a la ira que corría por mis venas.

—Está bien. Si terminas debajo de él en el asiento trasero de su coche, después no vengas llorando conmigo.

Su boca se abrió, estaba ofendida y furiosa. —No te preocupes, no lo haré —dijo, alejándose de mí.

Me di cuenta de lo que había dicho, y entonces tomé su brazo y suspiré, sin girar del todo. —No quise decir eso, Pidge. Si te lastima, si tan sólo te hace sentir incómoda, sólo házmelo saber.

Sus hombros cayeron. —Sé que no lo quisiste decir. Pero tienes que ponerle un alto a este exceso de sobreprotección de hermano mayor que tienes.

Me reí. Ella realmente no lo entendía. —No estoy jugando al hermano mayor, Pigeon. Nada de eso.

Pablo rodeó la esquina y metió las manos en los bolsillos. —¿Todo listo?

—Sí, vamos —dijo Lali, tomando el brazo de Pablo.

Fantaseé con correr detrás de él y empujar mi codo contra la parte posterior de su cabeza, pero entonces Lali se giró y me vio mirándolo.

Ya basta, articuló. Caminó con Pablo, y él mantuvo la puerta abierta para ella.

Una amplia sonrisa se extendió en su rostro, en apreciación.


Por supuesto. Cuando él lo hizo, sí lo notó.


CONTINUARÁ...

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